lunes, 22 de noviembre de 2010

Juan Felipe Herrera


Habitante extranjero

He vivido aquí, en exilio, durante siete años.
Hubo un juicio.

No es que haya terminado en la nada.

Los papeles dicen que traté de atar un cable
al cuello de un dignatario. Me escapé.
Pero, ¿por qué les cuento esto?

Todos somos asesinos
que codician la calidez del castillo del joyero.
Vine a America.

Vivo en un cuarto de pensión,
subterráneo, con un robusto Ya Sabes Quién con su blanca piel,
y bajo la mirada severa y suspicaz de una abuela olvidada
al final del pasillo.

Paso la noche despierto oyendo el crepitar de la tostadora,
el chisporroteo del tomate con ajíes, el discurso del presidente
y en la FM, una vieja canción de Astrud Gilberto.

Escribo poemas y soplo anillos de humo.
Me estiro y palpo la cicatriz del lado izquierdo, bajo la camisa;
es mi esposa: suave, fina, muda, flotando en algún lugar
alrededor de mí, muy lejos.

Nadie obedece el calendario ni el reloj,
esos boquiabiertos y ruidosos verdugos
de nuestras maquinaciones más pequeñas y secretas.

Ya no. Andamos como el vapor de las velas,
enlazados solamente a nuestros propios susurros.

Escuchamos rumores sobre los escuadrones del suicidio,
una bomba en el supermercado Safeway, o en el puente Golden Gate.
Es raro, ahora que estoy aquí,
la calidez desaparece velozmente.
Ahora puedo decir esto.

¿Por qué hui a este lugar?
La guerra inevitablemente abre todas las puertas.
Mi gente, allá en el pueblo, debe saber esto.

Sólo unos pocos al frente de las barracas
todavía creen que la oscura tarde azul
nos va a escudar con una estrella.

Juan Felipe Herrera, California, Estados Unidos, 1948
traducción de Lisa R. Bradford y Fabián O. Iriarte
imagen: s/d



Foreign Inhabitant

I have lived here, in exile, for seven years.
There was a trial.

It didn’t come to nothing.

The papers said I tried to wrap a wire
arournd a dignatary’s neck. I escaped.
But why do I tell you this?

We are all assassins
coveting the warmth inside the jeweler’s castle.
I came to America.

I live in the middle of a commoner’s quarters,
underground, with a light-skinned and robust Joe Youknowho,
and the unforgiving squint from an abandoned grandmother
at the end of the hallway.

I stay uo at night hearing the crackle of the toaster,
the sizzle of tomato with peppers, the President’s speech
and on the FM, an old song by Astrud Gilberto.

I write poems and blow smoke rings.
I pull in and feel the scar beneath the left side of my shirt;
it is my wife: smooth, thin, silent, floating, somewhere
around me, far away.

No one obeys the calendar or the clock;
those very loud open-mouthed executioners
of our smallest and secret imaginings.

Not anymore. We go about like the vapor of candles,
attached only to our own whispers.

We hear about suicide squads;
a bomb in the Safeway supermarket or the Golden Gate.
It’s funny, now that I am here,
wamth disappears quickly.
Now, I can say this.

Why did I run here?
War inevitably opens all the doors.
My people back home must know this.

There are only a few at the front of the barracks,
that still believe in the dark blue evening
that will shield us with a star.

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