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lunes, 28 de noviembre de 2011

Olga Orozco




Más de veinte mil días avanzando, siempre penosamente,
siempre a contracorriente,
por esta enmarañada fundación donde giran los vientos
y se cruzan en todas direcciones paisajes y paredes tapiándome la puerta.
No sé si al continuar no retrocedo
o si al hallar un paso no confundo por una bocanada de niebla mi camino.
Tal vez volver atrás sea como perder dos veces la partida,
a menos que prefiera demorarme castigando las culpas
o aprendiendo a ceñir de una vez para siempre los nudos de la duda y el adiós,
pero no está en mi ley el escarmiento, la trampa en el reverso del tapiz,
y tampoco podré nacer de nuevo como la flor cerrada.
Habrá que proseguir desenrollando el mundo, deshaciendo el ovillo,
para entregar los restos a la tejedora,
comoquiera que sea, en el extremo o en el centro, a la salida.
He visto varias veces pasar su sombra por algunos ojos,
cubrirlos hasta el fondo;
varias veces graznaron a mi lado sus cuervos.
Perdí de vista fieles paraísos y amores insolubles como las catedrales.
Encontré quienes fueron mis propios laberintos dentro del laberinto,
así como presumo que comienza uno más donde se cree que éste se termina.
Extravié junto a nidos de serpientes mi confuso camino
y me obligó a desviarme más de un brillo de tigres en la noche entreabierta.
Siempre hay sendas que vuelan y me arrojan en un despeñadero
y otras me decapitan vertiginosamente bajo las últimas fronteras.
Recuento mis pedazos, recojo mis exiguas pertenencias y sigo,
no sé si dando vueltas,
si girando en redondo alrededor de la misma prisión,
del mismo asilo, de la misma emboscada, por muchísimo tiempo,
siempre con una soga tensa contra el cuello o contra los tobillos.
A ras del suelo no se distingue adónde van las aguas ni la intención del muro.
Sólo veo fragmentos de meandros que transcurren como una intriga en piedra,
etapas que parecen las circunvoluciones de una esfinge de arena,
corredores tortuosos al acecho de la menor incertidumbre,
trozos desparramados de otro mundo que se rompió en pedazos.
Pero desde lo alto, si alguien mira,
si alguien juzga la obra desde el séptimo día,
ha de ver la espesura como el plano de una disciplinada fortaleza,
un inmenso acertijo donde la geometría dispone transgresiones y franquicias,
un jardín prodigioso con proverbios para malos y buenos,
un mandala que al final se descifra.
Ignoro aquí quién soy.
Tal vez alguien lo sepa, tal vez tenga un cartel adherido a la espalda.
Sospecho que soy monstruo y laberinto.

Olga Orozco, Argentina, 1920-1999
imagen: fragmento de un grabado de Giovanni Batista Piranesi,
de la serie Carceri d’invenzione
[imagen de dominio público]

jueves, 20 de octubre de 2011

Olga Orozco





He aquí unos muertos cuyos huesos no blanqueará la lluvia,
lápidas donde nunca ha resonado el golpe tormentoso de la piel del lagarto,
inscripciones que nadie recorrerá encendiendo la luz de alguna lágrima;
arena sin pisadas en todas las memorias.
Son los muertos sin flores.
No nos legaron cartas, ni alianzas, ni retratos.
Ningún trofeo heroico atestigua la gloria o el oprobio.
Sus vidas se cumplieron sin honor en la tierra,
mas su destino fue fulmíneo como un tajo;
porque no conocieron ni el sueño ni la paz en los infames lechos
     vendidos por la dicha,
porque sólo acataron una ley más ardiente que la ávida gota
     de salmuera.
Ésa y no cualquier otra.
Ésa y ninguna otra.
Por eso es que sus muertes son los exasperados rostros de nuestra vida.

Olga Orozco, Argentina, 1920-1999
imagen: s/d



A Luis Cernuda


La realidad, sí, la realidad,
ese relámpago de lo invisible
que revela en nosotros la soledad de Dios.
Es ese cielo que huye.
Es este territorio engalanado por las burbujas de la muerte.
Es esta larga mesa a la deriva
donde los comensales persisten ataviados por el prestigio de no estar.
A cada cual su copa
para medir el vino que se acaba donde empieza la sed.
A cada cual su plato
para encerrar el hambre que se extingue sin saciarse jamás.
Y cada dos la división del pan:
el milagro al revés, la comunión tan sólo en lo imposible.
Y en medio del amor,
entre uno y otro cuerpo la caída,
algo que se asemeja al latido sombrío de unas alas que vuelven desde
     la eternidad,
al pulso del adiós debajo de la tierra.
La realidad, sí, la realidad:
un sello de clausura sobre todas las puertas del deseo.

Olga Orozco, Argentina, 1920-1999