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miércoles, 13 de julio de 2011

Jorge Aulicino




Lidiando con la idea de que la poesía es un sujeto sólido.
Atravesando aún los desiertos de la luz,
del agua y el crepitar de los techos.
Patios interiores cubiertos
de pátinas de aceite, el olor grasoso de
las paredes por las que se desliza
la lluvia, el recorrido igual del agua
trazando mapas imprecisos:
disolución de los hemisferios,
huida del reptil confuso, cuyo dispositivo sin embargo
le permite percibir la intensidad del clima:
no los trazados, los diagramas, sino el calor de la sangre, la
cercanía del carnívoro, el acecho de los pájaros de presa.

Jorge Ricardo Aulicino, Buenos Aires, 1949
de Libro del engaño y el desengaño, 2011
imagen: The Last Lake. Fotógrafo: logan.fulcher
Attribution License


Los diferentes nombres del mismo momento
carcomían la mente de los guerreros
que consultaron el oráculo. Las probabilidades
cambiaban a cada momento. Porque el oráculo
se agotaba en el siguiente, guardando el siguiente
alguna propiedad del primero. Como sobre
una sustancia otra se extiende, y sobre la pintura
se mezcla la pintura, el color incesante del mundo
cambiaba a cada recuento de los tallos,
a cada observación de los pájaros,
a cada mirada de las piedras bajo el torrente.
Cuando ardía al fin el combate, el color de la batalla
tenía aquel matiz iridiscente de la primera palabra.
Volutas de humo sobre la adivinanza del cielo.

Jorge Ricardo Aulicino, Buenos Aires, 1949
de Libro del engaño y el desengaño, 2011

viernes, 20 de mayo de 2011

Jorge Aulicino




Qué harás con los días sucios y fríos,
cuando el gato trepa a la ventana
y el tiempo recorta con salvaje continuidad
el perfil de los edificios en la ceniza del cielo.

Apenas dos o tres días, y la habitación luce desordenada, desierta,
ruedan por el suelo pelusas y fragmentos de hojas secas y la tierra
que entra por las rendijas, ávida de habitar los huecos
grises del pensamiento que no ha sido tratado durante semanas.
Amplia de alas y de rimas, la literatura abandonada.
Qué harás con los días si te dan la oportunidad.

Pedí misterio, leguas.
Pedí divinidad.

Jorge Ricardo Aulicino, Bs. As., 1949
de Libro del engaño y del desengaño, 2011
imagen: s/d



Si en tales sitios habita, y si ese es el término, el habitual sway,
en todo el resto la grandeza de otro modo inexpresable
se ahueca y deja
esto que habitualmente somos: cáscaras hablando
de cosas igualmente huecas.
Me lo pregunté demasiadas veces: las partidas lanzaderas, la herrumbre
de la revolución industrial, los pedazos de cuero
o las botellas, el cigüeñal
a un costado del camino, cubierto de capas de óxido,
y aún más: los términos
mismos que los designan, el propósito que nos lleva en el tren o el auto,
la agitada tos, el corroído pulmón que nos permite hablar,
los pedazos de cable,
el papel que vuela y las montañas de basura,
la rutina que parte el asfalto,
¿qué intimations of inmortality deparan, Wordsworth?,
sin hablar de los restos
de comida, la náusea, el gas que se alza sobre tus crepúsculos,
el parloteo y la guerra.
Dirás —y ya lo sé, callo—: todo eso, como
la terrible belleza de la gangrena,
es también aquel ojo arrebolado. Y en las costras hallarás los puertos. Y
en la negra bocanada de las ciudades, el hechizo de Dios o del diablo,
ambos equivalentes, como una palabra bien dicha y una equivocada.
Y porque todo es al fin y al cabo el padre
y el hijo y el espíritu, no esperes
que crea que hay una zona sublime y otra profana,
una de intensidad y otra vacía
en un concierto en el que todos los matices
y los amontonamientos y las fugas
son de la misma sustancia, de los mismos colores primarios,
de la misma materia:
quede en tu mano la rota palanca de cambio,
te consuma el carbón, mires de soslayo
al que muere en un atroz hospital: siempre piensa
del eterno Silencio de las verdades
que despiertan para no perecer nunca,
y tradúcetelo como puedas.

Jorge Ricardo Aulicino, Bs. As., 1949
de Libro del engaño y del desengaño, 2011


martes, 13 de julio de 2010

Jorge Aulicino


Cetrería

¿Qué saben hoy de tu propósito la hez de los atrios,
el violador, el impune, el manco, el sudoroso idiota,
el que corta el teléfono con furia, el que llora?
¿Y qué sabe el que sabe, el que derramó vísceras,
las unió con electrodos, las puso a freír,
gritó de placer al descubrir la fórmula,
al ver las natas del hipotálamo,
la explicación de la tos o del estornudo?
¿Qué saben de tus voces encapsuladas en nuestro corazón
los que duermen en un banco, los que fueron muy lejos,
los que se mueren en el subte, los que muerden el freno,
y aquellos que trepan a las torres de alta tensión porque es su trabajo?
¿Dónde está el fulgor? ¿Quién lo buscaría en la historia conocida,
en el homicidio reprimido, en la basura del mercado?

Y sin embargo, cualquier sonido en la floja madrugada
podría llevarnos a tu abismo certero.
Un pensamiento cualquiera, liberado de su noria,
en el aire del búho que alejó el sufrimiento.

Jorge Ricardo Aulicino, Bs. As., 1949
de Hostias (2004)
imagen: byobu japonés, S. XIX

domingo, 21 de marzo de 2010

Jorge Ricardo Aulicino


Termópilas

Desde este drugstore, y con una gaseosa,
difícil imaginar por qué dejar la piel en un desfiladero:
el mundo era tan ancho y desconocido.
Leónidas, ridiculizado en el vasto territorio del consumo,
se sienta enfrente con su ceño amargo,
fulgor chirle en los ojos,
pide bebida fuerte y mira las palomas.
Problemas, Jerjes aprieta todas las salidas,
la tarjeta de crédito ya no tiene cupo.
Aguantar en nombre de nada,
más difícil que morir por Esparta.

Jorge Ricardo Aulicino, Bs. As., 1949
de La luz checoslovaca (2003)


Magnificat

El ojo blanco de la tormenta reconforta.
Blandengue, el día se iba sin dejar gloria.
Entonces vino el trueno y el cielo se abrió.
La tormenta recortó un gran ojo silbante
ente nubes esparcidas, verdes, hinchadas.
Miro el ojo de la tormenta
desde el interior oscuro de un departamento.
Hay la huella de un vaso en la madera de la mesa.
Hasta tarde, las luces estarán titilando
en las alcobas de los edificios cercanos.
Ya no encenderé la luz ni pensaré ni tendré ánimo.
Hay agua, golpes de agua, olor de agua.
Y un gran día se acaba.

Jorge Ricardo Aulicino, Bs. As., 1949
de Hombres en un restaurante (1994)



Los bárbaros en sí

Hacían chistes con la muerte, atravesaban el mar
en botes de tablas y dormían en el delta sobre las embarcaciones.
Aparecían en los noticieros con mujeres de otro planeta
y tenían fortuna en los negocios.
Murieron de peste en sanatorios refrigerados
Y preferían callar las infamias: esa fue su única ética,
de dudosa estirpe.
Una mujer los vio, pero se perdió entre los autos.
Estuvieron un tiempo imposible de calcular en los desiertos cercanos
y se fueron definitivamente, la mayoría de ellos infectados,
con una muerte segura a corto plazo.
Se habla banalmente de los bárbaros ahora, pero
el misterio de su origen es casi tan grande
como el de la religión que profesaban.
Tuvieron un dios: a nosotros nos quedan las gaviotas
que no muestran decisión en resolver el problema.

Jorge Ricardo Aulicino, Bs. As., 1949
de Paisaje con autor (1998)